Erase una
vez un Ser atractivo, de porte egregio, poseedor de un cuerpo,
como tallado a cincel por las manos del mismísimo Miguel Ángel.
Apolíneo,
elegante, discreto.
Poseedor de
un carismático don que lo hacía fascinante tanto a ojos del género masculino
como del femenino. Algo en su presencia ejercía
de imán para las personas que se encontraran cerca, haciendo que sus miradas convergieran
en él, sintiéndose irremisiblemente atraídas hacia su casi mística
personalidad. Le amarían y le servirían a partes iguales solamente por tener oportunidad de respirar el mismo aire y transitar el espacio común.
Ojos de un color intenso hablaban por si solos del contenido espiritual del alma de aquel
ser que trasmitía tranquilidad y seguridad a los que contactaban con él; al igual se le intuían múltiples emociones
incalificables por su fuerza y profundidad, que lo adornaban con un halo fulgurante que irradiaba ese magnetismo peculiar que lo hacía irresistible.
Tenía poder
terrenal. Dirigía gobiernos, organizaba ejércitos, creaba empresas de la nada
más absoluta. Poseedor de un bagaje cultural inabarcable sobre cualquier materia humana o divina.
Era capaz de trasmitir ideas ingeniosas e incalificables,
junto con enseñanzas para conseguir la armonía entre el “Yo” y la creación, que
garantizaban la felicidad y el bienestar absoluto de la humanidad.
Su sonrisa
le precedía como carta de presentación al igual que su modulada voz que sonaba
como música celestial en los oídos de los que le escuchaban.
Era un ser ante todo, enamorado de la vida.
Pero el final de esta historia es lo más real de lo narrado: La muerte, celosa, se lo
arrebató en un descuido mientras la vida seguía fluyendo como si con ella no
fuera la cosa, y encantada de haberse conocido.
Moraleja:
Ni Reyes ni gobernantes. Ni sabios y maestros.
Ni Gurús, Sacerdotes, chamanes y profetas. Deportistas de élite o modelos de pasarela. Ni los mismos dioses, están libres,
de que esta amante envidiosa les arrebate al final todo lo que tuvieron y lo
que fueron. Y es que, no consiente que nadie le robe lo que siempre será suyo:
El epílogo
protagonista.
Con lo cual:
“Carpe Diem” que dijo uno, que por cierto también se murió.
derechos de autor: Francisco Moroz